Episodio 167: Se olvidó de vivir
Hace más de diez años estaba despidiéndose de mi amiga Ljubov. Nos habíamos conocido el año anterior en la universidad de Londres y el curso se acababa. Quedamos para tomar un café y después fuimos a una librería. Ella, apasionada de la literatura, quería que leyera algo de Antón Chéjov y me compró la versión traducida al inglés del libro “Sobre el amor y otras historias”. Hoy quiero traerte una de esas historias, una de mis favoritas, y en español, por supuesto.
Antes de continuar contándote, te recuerdo que puedes usar la transcripción gratuita y las flashcards de vocabulario disponibles en www.spanishlanguagecoach.com
Allí también podrás ver que mis tres cursos online de español están abiertos esta semana para nuevas inscripciones.
Hoy me hace especial ilusión compartir una nota de voz de una estudiante no de uno de mis cursos online, sino de dos de ellos, ya que Nadia ha completado el curso de nivel intermedio, Español Ágil, y más recientemente el de nivel avanzado, Español PRO. Escuchamos lo que dice:
Te conocí de tus podcasts hace cuatro años, un trabajo que sigue siendo excelente y que me anima y divierte al mismo tiempo. De hecho, cuando lanzaste tu primer curso, Español Ágil, no dudé ni un momento y me inscribí inmediatamente. Muy pronto me di cuenta que el éxito de este curso se basaba en tu experiencia con las dificultades e inseguridades de los estudiantes de nivel intermedio. Los gráficos me ayudaron mucho a entender los tiempos verbales y había ejercicios y oportunidades para practicar mi expresión oral.
Tengo que confesar que a menudo regreso al curso para repasar las reglas de gramática, porque tu método está derivado de la gramática cognitiva y me resulta más fácil y razonable.
Efectivamente, cuando nos avisaste sobre el nuevo curso para estudiantes de nivel avanzado, Español PRO, puedes imaginar mi alegría y curiosidad. Y una vez más, mis sospechas fueron correctas. En el curso todo está bien organizado y explicado. Tiene un modo de aprender aún más interactivo y no se enfoca solo en la gramática, sino parece un curso de inmersión en la cultura española, con expresiones del día al día, cortometrajes y referencias a las costumbres españolas.
Muchas gracias Nadia por tus palabras y enhorabuena por tu compromiso con el español.
Y tú, estudiante, puedes echar un ojo a los cursos si te gustaría mejorar tu español conmigo de una forma estructurada y con asistencia de profes con experiencia si tienes dudas con alguna lección. ¡Ahora es el momento! Las inscripciones cierran este domingo 24 de marzo. Recuerda que una vez te has inscrito puedes empezar el curso cuando quieras, no hay deadlines, y tienes acceso para siempre. Tienes toda la información en la página web.
Y ahora continúo con mi historia.
Te contaba que mi amiga me compró este libro con varias historias escritas entre, aproximadamente 1880 y 1900. Mi amiga me escribió unas palabras preciosas en la primera página del libro. Me decía cómo apreciaba mi amistad y que teníamos que hacer un esfuerzo por conservarla. Me dio el libro y un abrazo y se fue. Esa fue la última vez que nos vimos. La última vez que hablamos fue en 2015 para felicitarnos la Navidad a través de un breve mensaje de Facebook.
Aunque hayamos fallado con la promesa de mantener nuestra amistad, estas últimas semanas he tenido a Ljubov muy presente, y me he sentido muy agradecido por el regalo que me hizo en aquel mes de mayo de 2013.
Ese día de aquel mes de mayo de 2013, en la minúscula habitación de mi residencia de estudiantes del este de Londres abrí el libro y empecé a leer la primera historia. No entendía muchas de las palabras, y tenía que buscar en el diccionario lo que significaban. Me aburría y se me cerraban los ojos del sueño. Abandoné la lectura del libro que con tanto amor me había comprado mi amiga, y tuvieron que pasar más de diez años para que lo volviera abrir.
Diez años son los suficientes años como para que el pelo de alguien se ponga blanco, lleno de canas, para que una pareja de enamorados que se dijeron “sí quiero” un día delante de sus familias, se digan ahora “quiero el divorcio”, para que un vino mejore y para que las páginas de mi libro, un día blancas y con olor a nuevo, se hayan hecho amarillas.
Hace unas semanas volví a coger el libro, leí las palabras de Ljubov y empecé a releer la primera historia de nuevo. Se me puso una sonrisa en la cara al darme cuenta de que conocía casi todas las palabras que hace años tuve que buscar en un diccionario y cuya traducción había escrito con lápiz sobre las dos primeras páginas del libro.
He saboreado cada una de las palabras de cada una de las historia del libro. He sentido nostalgia por los lugares y las épocas de las que habla en las que nunca viviré. Vamos, que el libro me ha encantado, y por eso, estudiante, me gustaría compartir contigo hoy una de esas historias. Espero que la traducción al español le haga justicia, la verdad.
La historia se llama “El violín de Rothschild” y comienza así:
El pueblo era pequeño, demasiado pequeño, y en él vivían unos pocos ancianos, alguno se moría de vez en cuando. En el hospital y en la prisión tampoco se necesitaban muchos ataúdes, esas cajas de madera grandes donde nos meten cuando morimos. Si Yákov Ivánov fuera fabricante de ataúdes en una ciudad grande, probablemente tendría casa propia, mientras que en ese pueblo vivía con poco dinero, como un simple campesino, en una casa pequeña y vieja de una sola habitación. Es decir, su negocio de fabricación de ataúdes iba mal. En la casa solo había una estufa para calentarse, una cama para dos personas, varios ataúdes, un banco de trabajo y las cosas de Marta, su mujer, y Yákov.
Yákov fabricaba ataúdes resistentes, de buena calidad. Para los campesinos pobres los hacía de un tamaño estándar, para ahorrar costes. Para los ricos y las mujeres los hacía a medida, con tamaño personalizado. Aceptaba de mala gana, sin mucho entusiasmo, hacer ataúdes infantiles; y los hacía gratis, y cuando se lo agradecían, respondía:
—La verdad, no me gusta gastar mi tiempo en tonterías.
Además de lo que ganaba haciendo ataúdes, obtenía algunas monedas tocando el violín. En las bodas del pueblo se solía contratar a una orquesta. El dueño de la orquesta se quedaba con la mitad de las ganancias, con la mitad del dinero. Como Yákov tocaba muy bien el violín, a veces le invitaban a unirse a la orquesta por algo de dinero más las propinas, ese dinero extra que los clientes les daban.
Uno de los músicos de la orquesta llamado Rothschild, siempre tocaba acordes tristes con su flauta, incluso en las canciones más alegres. Yákov comenzó a odiar y despreciar a los miembros de la orquesta y a Rothschild en especial; se burlaba de él, le hablaba agresivamente y en una ocasión hasta amenazó con pegarle. Rothschild, este músico de acordes tristes, lloraba mucho, y por esa razón sólo lo invitaban a la orquesta si no había otra opción.
Yákov nunca estaba de buen humor, pues sufría constantemente pérdidas económicas terribles. ¿Y por qué? Pues porque por ejemplo, era pecado trabajar los domingos y los días festivos, de modo que cada año había muchos días en los que se veía obligado a quedarse cruzado de brazos, a no hacer nada. Si alguien se casaba sin música o el dueño de la orquesta no le pedía a Yákov que se uniera, y eso también era una pérdida.
Yákov se sentía atormentado por pensar en estas cosas, especialmente por la noche. Ponía su violín al lado de la cama, y cuando estas ideas lo molestaban demasiado, tocaba el violín en la oscuridad, y así se sentía más aliviado. El violín era su única forma de alivio.
Un día, Marta, su mujer, se sintió enferma. La mujer ya era mayor y respiraba con dificultad, bebía mucha agua y no podía estar mucho tiempo de pie, pero aún así ella misma se encargaba de encender la estufa y de hacerlo todo. Sin embargo, ese día tuvo que acostarse en la cama por la tarde. Mientras tanto, Yákov pasó todo el día tocando el violín. Cuando llegó la noche, aburrido, cogió una libreta donde escribía las pérdidas diarias y se puso a calcular el total del año…
—¡Yákov! —lo llamó de repente Marta—. ¡Me estoy muriendo!
Él se volvió hacia su mujer, notando su rostro rojo por la fiebre, pero con una expresión tranquila y alegre. Yákov, acostumbrado a la palidez, a la cara blanca, y la expresión de frustración del rostro de su esposa, se sintió confundido. Parecía que Marta se estaba muriendo pero se alegraba de dejar atrás la casa, los ataúdes y a Yákov. Miraba el techo y movía los labios con felicidad, como si hubiera visto a la muerte, y hablara con ella.
Ya amanecía; en la ventana, salía la luz del Sol. Mirando a Marta, Yákov de repente recordó, que nunca la acarició, nunca le tuvo compasión, ni se le cruzó por la mente comprarle un pañuelo o llevarle los dulces de alguna boda. Solo la regañaba por las pérdidas y la amenazaba, aunque nunca llegó a golpearla; la asustaba mucho. Yakov de repente, sintió una angustia profunda.
Por la mañana, pidió prestado un caballo al vecino y llevó a Marta al hospital.
Afortunadamente, no había mucha gente y no tuvieron que esperar mucho, solo unas tres horas. Yákov, al entrar con Marta en la consulta del doctor, dijo: "Le pedimos disculpas por molestarlo con nuestras cosas, Doctor. Como puede ver, mi mujer está enferma.“ El médico, comenzó a examinar a la señora, que estaba sentada, encorvada y muy delgada.
—Mmm… Bueno… Tiene gripe y tal vez fiebre. Hay casos de tifus en el pueblo. ¡Qué se le va a hacer! Gracias a Dios, esta señora ya ha vivido muchos años… ¿Qué edad tiene?
—Dentro de poco cumplirá setenta.
—¡Qué se le va a hacer! La vieja ha vivido bastante. Ya es hora de entregar el alma a Dios. Bueno, amigo, ponle una compresa fría en la cabeza y dale estas medicinas dos veces al día. Y ahora hasta la vista. Adios.
La expresión en el rostro del médico le dejó claro a Yákov que la situación era grave. Ahora tenía la seguridad de que Marta moriría muy pronto, posiblemente ese mismo día o al día siguiente. Tocó suavemente el brazo del médico, le guiñó un ojo de forma amigable y le dijo en voz baja:
—¿Y si le da alguna otra medicina, Doctor?
—No tengo tiempo, amigo, no tengo tiempo. Llévate a tu vieja y que Dios los cuide. Vete, vete… No molestes.
Yákov se puso también rojo de ira, pero no dijo nada; cogió a Marta por el brazo y la sacó de la consulta. Cuando llegaron y entraron en la casa, Marta se quedó de pie unos diez minutos, frente a la estufa. Pensaba que si se acostaba en la cama, Yákov comenzaría a hablar de dinero y la regañaría por estar siempre acostada y no querer trabajar. Yákov la miraba con enfado, recordando que los días siguientes eran días festivos. Después sería domingo y luego lunes, un día difícil. Durante cuatro días no podría trabajar y era seguro que Marta moriría en uno de ellos; por lo tanto, tenía que empezar a fabricar su ataúd lo más pronto posible. Tomó la barra de hierro, se acercó a su mujer y le tomó las medidas. Después, ella se acostó; y Yákov comenzó a fabricar el ataúd.
Cuando concluyó su trabajo, Yakov se puso las gafas y escribió en su libreta:
«Ataúd para Marta Ivánov: 2 rublos y 40 kopeks». Y suspiró. La mujer estaba acostada en silencio, con los ojos cerrados. Pero por la tarde, llamó a su anciano esposo:
—¿Te acuerdas, Yákov? —le preguntó, mirándole con expresión alegre—. ¿Te acuerdas de que hace cincuenta años Dios nos regaló una niña de cabellos rubios? Nos sentábamos entonces en la orilla del río y cantábamos canciones… bajo un sauce, un gran árbol,— y con una sonrisa amarga, añadió—: La pequeña murió.
Yákov trató de hacer memoria, pero no fue capaz de acordarse de la niña ni del sauce.
Marta se puso a decir cosas incomprensibles y por la mañana murió. Unas vecinas, ancianas de su mismo vecindario, la lavaron, la vistieron y la colocaron en el ataúd. Para evitar gastar dinero, Yákov mismo se encargó de la ceremonia; tampoco tuvo que pagar por la sepultura. Yákov estaba satisfecho de que el entierro fuera tan respetable, y sobre todo, tan barato. Al despedirse de Marta, tocó el ataúd con la mano y pensó: "¡Un buen trabajo!".
Pero en el camino de regreso, se sintió muy triste. Algo no estaba bien: respiraba con dificultad, las piernas le dolían, y tenía mucha sed. Y le vino de nuevo ese pensamiento: lo mal que había tratado a Marta.
Rothschild, el músico de acordes tristes, se le acercó entonces sonriendo y saludándolo.
—Le estoy buscando —dijo—. El dueño de la orquesta le pide que vaya a verle ahora mismo.
Pero Yákov solo tenía ganas de llorar.
—¡Déjame en paz! —dijo Yákov y continuó caminando.
—¿Cómo? —respondió Rothschild — ¡El dueño se ofenderá! Ha dicho “ahora mismo”.
La cara de ese hombre, con el rostro cubierto de pecas, le desagradaba mucho a Yákov. Miraba con desprecio su ropa y su figura frágil y delicada. Lo odiaba tanto.
—¿Qué quieres de mí, tonto? —gritó Yákov—. ¡Para de seguirme! dijo Yákov, acercándose hacia él con los puños levantados, amenazante.
Rothschild, con mucho miedo, se agachó y puso las manos sobre su cabeza como para protegerse; luego se levantó de un salto y salió corriendo. Mientras corría, saltaba y agitaba los brazos. Los niños, se reían de él y lo perseguían.
Yákov se acercó al río. El sol brillaba, había pájaros volando y patos nadando. Se sentó bajo un viejo sauce y en ese momento recordó la niña rubia de la que habló Marta. Recordó también que antes había muchos árboles en el paisaje. Por el río solían navegar muchas barcas. Hoy, todo se veía vacío y aburrido, solo con un árbol en la otra orilla, unos pocos patos y el viejo sauce, el árbol parecía más pequeño que antes.
No sabía por qué no había visitado el río en los últimos cuarenta o cincuenta años, y si lo había hecho, no le había prestado atención. Podría haber pescado para vender a comerciantes y luego depositar el dinero en el banco. También podría haber tocado el violín en las barcas, recibiendo la propina de las personas que viajaban. Pero dejó pasar todas esas oportunidades y no hizo nada. ¡Ah, qué pérdidas!
¿Por qué el hombre no puede vivir de forma que no se produzcan pérdidas? ¿Por qué ya no había árboles? ¿Por qué Yákov se había pasado toda la vida insultando, gritando, y amenazando a su esposa? ¿Por qué había asustado hace unos minutos a aquel pobre hombre al que odiaba tanto? ¿Por qué lo odiaba tanto? Por primera vez pensó que si no hubiera odio, ni maldad, los seres humanos tendrían más beneficios que pérdidas.
Por la mañana, con dificultad, Yákov se levantó y fue al hospital. Aunque el doctor le recetó algunas medicinas, la expresión del médico sugirió que no le ayudarían mucho. El final de Yákov estaba cerca.
En el camino de vuelta a casa, Yákov reflexionó sobre los posibles beneficios de su muerte: muerto no necesitaba comer, beber, pagar impuestos ni tratar mal a nadie. Pensando en que las personas descansan en la tumba no sólo por años, sino por siglos y milenios, los beneficios parecían enormes. La vida, según él, solo traía pérdidas, mientras que la muerte traía beneficios.
No le preocupaba morir, pero cuando llegó a casa y vio el violín, silencioso, en una esquina de su pequeña casa, le dolió el corazón. Se dio cuenta de que no se podía llevar el violín a la tumba. Yákov salió de la casa y se sentó en la entrada, acercando el violín contra su pecho, muy fuerte, abrazándolo. Mientras pensaba en su triste vida llena de pérdidas, se puso a tocar, sin darse cuenta, una canción conmovedora. Le caían lágrimas por la cara. Y cuanto más se concentraba en sus pensamientos, más triste sonaba la melodía que salía de aquel violín.
Entonces, apareció Rothschild. Se acercó con miedo y cuando vio a Yákov se detuvo.
—Acércate, no te haré nada —le dijo Yákov con afecto. Rothschild se fue acercando y se detuvo a un par de metros.
—¡Por favor, no me pegue! —dijo. Me envía de nuevo el dueño de la orquesta. Me ha dicho: “No tengas miedo”. “Vete a buscar de nuevo a Yákov y dile que lo necesitamos”.
—El miércoles hay una boda… ¡Sí! El señor Shapoválov casa a su hija con un buen hombre. ¡Será una boda enorme!.
—No puedo… —dijo Yákov, casi no podía respirar—. Estoy enfermo, amigo.
Se puso a tocar de nuevo, y se escaparon algunas lágrimas más de sus ojos, que ahora caían sobre su violín. Rothschild escuchaba con atención. Con una expresión oscura, triste en la cara; Yákov levantó los ojos como si ya no pudiera soportar el dolor, y exclamó: -¡Ah!.
Yákov pasó el resto del día en la cama, angustiado. Cuando por la tarde el cura que lo visitó le preguntó si recordaba algún pecado en particular, él buscó en su débil memoria y volvió a recordar la triste cara de Marta y el grito de Rothschild cuando le amenazaba con hacerle daño, y dijo con voz suave:
—Padre, entréguele mi violín a Rothschild por favor.
—Así se hará —respondió el cura.
Ahora todo el mundo se pregunta en la ciudad de dónde ha sacado Rothschild un violín tan
excelente. ¿Lo ha comprado, lo ha robado? Hace tiempo que ha dejado de tocar la flauta y sólo toca el violín. Cuando intenta repetir la música que tocaba Yákov la última vez que lo vio, toca una melodía tan triste que los oyentes empiezan a llorar y él mismo acaba poniendo los ojos en blanco y exclamando, como Yákov: -¡Ah!.
Esa nueva canción ha gustado tanto en el pueblo que los comerciantes y los ricos no paran de invitar a Rothschild a sus casas y le hacen tocarla hasta diez veces.
Pues ya ha acabado la historia, estudiante. Como he dicho antes, espero haberle hecho justicia con la traducción al español.
Cuando leía el final de la historía de Yákov me venía a la cabeza una canción del cantante español Julio Iglesias llamada Me olvidé de vivir. Las letras de la canción dicen:
De tanto correr por la vida sin freno
Me olvidé que la vida se vive un momento
De tanto querer ser en todo el primero
Me olvidé de vivir
Los detalles pequeños
Y es que efectivamente Yákov se olvidó de vivir. Vivió una vida obsesionado con las pérdidas económicas, y tuvo que llegar el final de su vida para darse cuenta de que no era ese tipo de pérdidas las que más importaban precisamente.
Me alegro mucho de haber esperado más de diez años para volver abrir el libro que mi amiga me regaló. Ahora lo entiendo mejor. Y no te lo digo porque mi inglés ahora sea mejor y puedo entenderlo sin mucho problema. Te hablo de otro tipo de idioma que te permite entender mejor estas historias.
Te hablo del idioma de las experiencias, de lo que vives, lo que lees y lo que observas. De anécdotas, tristezas y risas. Te todos esos momentos que se acumulan y que pueden transformarse en una melodía de violín. Una melodía que continúe sonando cuando nosotros ya no estemos generando pérdidas.
Una melodía que se compone a lo largo de toda una vida. La de Yákov acabó siendo triste y amarga, capaz de hacer llorar a todo un pueblo, porque no pudo, no supo o no quiso vivir de otro modo.
¿Qué melodía queremos dejar para los que vienen, estudiante?
Hasta el próximo episodio.
Un abrazo grande.